Vive
en Ciudad Jardín y viaja todos los días a la Zona T, en Bogotá, porque es allí
donde tiene sus clientes: hombres de
negocios, diplomáticos y extranjeros que seducidos por la magia de su oficio
asisten a reuniones y eventos vestidos con los trajes hechos a la medida de
Luis Barragán.
Voy
por la zona T abarrotada de restaurantes, almacenes y tiendas de diseñador,
pero también de puestecitos de vendedores ambulantes que se rebuscan la vida.
Camino, miro, pregunto; insegura, me acerco a un puesto de dulces para
averiguar si conocen un sastre y con duda me señalan un centro comercial.
Entro,
pero no es la persona que estoy buscando. Vuelvo a la calle y esta vez agudizo
mi ojo para ver bien las señales ocultas que me lleven al sitio, del que no
tengo ni siquiera la dirección, y sin tardar mucho al dar la vuelta a una
esquina, ahí está: una sastrería, no es muy visible porque hay un restaurante
en la planta baja: ¿Aquí hay un sastre? Pregunto. Suba al segundo piso: me dicen.
El
local es pequeño: un mostrador, cuatro máquinas con diferentes funciones, una
mesa para planchar, un estante con telas y un armario con los trajes listos
para entregar. Él no se ve tan mayor como lo había imaginado y la sastrería es
más modesta de lo que su fama me dice. Nos saludamos, le comento que quiero
entrevistarlo, acepta pero me sugiere que lo llame para acordar un encuentro:
“Ahora estoy muy ocupado”.
Nos
reunimos un domingo. Me cita ese día porque está más relajado. Va a la
sastrería todos los domingos a adelantar los trabajos que el agite de la semana
no le permite finalizar y para escapar de sus hermanas, con las que vive: “Me
gusta meterme aquí los domingos, porque en mi casa dan mucha comida, hacen
cosas ricas y me subo de peso. Debo cuidarme porque tengo un marcapasos”.
“Yo me despierto a las tres de la
mañana, no puedo dormir más. Me levanto, hago ejercicio, me baño, desayuno y a
las siete u ocho de la mañana estoy saliendo para acá. Me demoro media hora de
la casa a la sastrería y trabajo hasta las seis o siete de la tarde, si hay que
entregar algún traje salgo de aquí cerca de las diez de la noche”.
Así es la rutina de Luis Barragán, un
sastre de la Zona T, el que vive en el barrio Ciudad Jardín y día a día se
transporta al norte de Bogotá para vestir a importantes señores de familias muy
reconocidas de alta sociedad, pero también a extranjeros, diplomáticos y
hombres de negocios que llegan recomendados por los empleados de los almacenes
de paños del Centro Comercial Andino.
En su sastrería mide, corta, cose y
confecciona a partir de un rollo de paño, que cuesta cerca de 450 mil pesos el
metro, trajes que oscilan entre los dos y los tres millones: “Mis clientes son
de mucho caché, vienen a este chusito de sastrería, esa es la razón por la que
trabajó aquí, porque donde yo vivo la gente ya no manda a hacer ropa, la compra
hecha”.
Luis es un hombre de tez morena, las
canas en su cabeza evidencian su edad, él aparenta 10 años menos, mide cerca de
un metro sesenta. Es calmado, pausado, piensa muy bien antes de contestar mis
preguntas, pero le gusta conversar y hablar de su vida, se siente cómodo contándome
sus experiencias y vivencias. Tiene 70 años, ha dedicado 55 al oficio, empezó a
los 15, como castigo por ser expulsado del colegio cuando estaba en tercero de
bachillerato. Su padre que era el dueño de la fábrica ‘Café Emperador’, lo envió
con un sastre: ’Don Carlos’, al que
le tenía alquilado un local, para mantenerlo ocupado mientras empezaba el año
escolar.
A Luis le quedó gustando escuchar a los
sastres contar historias, verlos fumar y tomar mientras se hacía cada vez más
hábil en el arte de coser pantalones, chaquetas y trajes. El que no estaba muy complacido
era su progenitor, porque veía que su hijo se iba volviendo muy “sinvergüenza”,
no le pagaban y no estaba interesado en volver al colegio, entonces como
represalia, le pidió el local a ‘Don
Carlos’ y envío a su heredero como aprendiz a la Sastrería Bogotá, en el barrio
Siete de Agosto.
A los 18 años ya era todo un sastre,
pero por su juventud no le daban trabajo. Montó un taller en su casa, hacia
trajes para familiares o conocidos y siguió haciéndolo hasta los 22 años,
cuando su papá lo obligó a terminar el bachillerato. Él aceptó con la condición
de estudiar medio tiempo y fue así como se graduó del Colegio Pío Latino, con
la ayuda de los profesores con los que salía a tomar después de clases.
La sastrería es lo que me
tocó hacer para vivir
Seguimos
conversando y le pregunto por su pasión, por la sastrería. Hace una pausa y
dice: “Cuando terminé el bachillerato no quise seguir estudiando. Yo soy muy
bueno para el dibujo y mi hermana mayor me dijo que hiciera un curso de Bellas
Artes en la Universidad Nacional, estuve allí cuatro años en varios programas
de extensión y aprendí a pintar. Para mí es una satisfacción muy grande, porque
con la pintura lleno mis ratos de ocio, es lo que realmente me apasiona”.
“Aunque
yo sea considerado como uno de los mejores sastres, lo que a mí realmente me
gusta es pintar en pastel, oleo, dibujar a lápiz, no importa la técnica. La
pintura es lo que me llena de orgullo… La sastrería, es lo que me tocó hacer
para vivir. Yo puedo meterme fácilmente un día en la mañana a mi estudio y amanecer
pintando, ni me doy cuenta, el tiempo pasa. En cambio la sastrería me aburre”.
En
varias oportunidades le he sacado el cuerpo a esto por cansancio. “Una vez
acabe con todo, vendí hasta la última aguja y monté una cadena de comidas
rápidas: ‘Mitos Pizza’, en el sector del Country Sur, fue muy próspera pero se
acabó en los 90 porque empezaron los robos y atracos, entonces tocó cerrar y
volver al oficio que siempre me ha dado para vivir”.
Es
que este trabajo es muy bien remunerado: “El sastre gana muy bien”. Un ayudante
puede recibir al día 70 o 100 mil pesos por hacer arreglos, una persona que
cose una chaqueta unos 220 mil y ese pago se recibe al acabar y entregar la
prenda, por eso al sastre le queda mucho tiempo para derrochar el dinero y
dedicarse a “la sinvergüencería”.
¿Sinvergüencería?
Le pregunto…”Precisamente, por la manera en la que un sastre gana el dinero, se
presta para que sea inconstante con las mujeres”. Dice Luis, que aunque
actualmente está solo, estuvo casado una vez y tuvo varias relaciones, porque
según él: “Yo no me acuerdo de haberle sido fiel a una mujer, para mí era muy
fácil dejarlas”. Aunque me confiesa, eso sí, que tuvo un amor inolvidable, el
amor de su vida, una periodista que trabaja y vive en España, pero sobre la
cual no dijo nada más.
Fruto
de esas relaciones tuvo 5 mujeres y seis hijos. A una de sus hijas no la conoce,
la mamá era familiar de un político de la ciudad y la relación no terminó bien.
Tiene tres hijas más con las que se comunica poco y 2 hijos varones con los que
mantiene contacto porque los crió y educó, tienen 37 y 17 años. El menor vive
con él y le está pagando la universidad.
Y
volviendo al oficio, cuando le pregunto a Luis por el futuro de la sastrería,
me dice con su voz calmada que eso no le preocupa: “siempre habrá mercado para
los sastres porque hay cuerpos difíciles y gente que tiene dinero para pagar
por un buen traje hecho a la medida. Lo que va a escasear es el sastre porque
en la actualidad ya no hay buenos y a los jóvenes no les interesa aprender este
oficio”.
“A mí me hubiera gustado que alguien
aprendiera lo que yo sé, como yo lo sé hacer pero no encontré nunca a una
persona que quisiera trabajar este arte. Yo, personalmente, no creo que la
sastrería vaya a decaer porque uno siempre tiene los mismos clientes, cuando se
mueren desaparecen, pero llegan otros”.
Terminamos nuestra charla y veo su
trabajo: piezas de paño, chaquetas a medio armar, pantalones con hilvanes en el
ruedo, pero también trajes finamente terminados. Me los muestra con orgullo por
el derecho y el revés, las puntadas son perfectas y las terminaciones también,
todos tienen el sello “Luis Barragán”.