lunes, 28 de marzo de 2016

Memorias

Cuando pienso en mi infancia, un recuerdo recurrente es el de las vacaciones en la casa de los abuelos. Cada seis meses, tan pronto terminaban las clases, mi abuelita se venía en un bus desde Santa Rosa de Cabal, nueve horas seguidas, hasta Bogotá y nos recogía, junto a mi hermana, para llevarnos otras nueve horas de vuelta a nuestro destino ideal.

Me emocionaban las vacaciones, las esperaba desde que empezaba cada período escolar y añoraba los largos días y tardes calurosas junto a mi hermana, ya que por ser mi mamá hija única, siempre fue mi compañera de juegos y de los mimos excesivos de los abuelos que nos dejaban hacer casi de todo.

Una de las cosas más emocionantes de esa época era la llegada al pueblo. Ver cómo iban apareciendo desde las curvas de la carretera los imponentes árboles de araucarias que rodean el parque principal y que desde la vía nos anunciaban que ya estábamos allí. Luego íbamos a la casita, que era pequeña, solo una puerta y una ventana, no habían muchos lujos, pero sí mucho amor y allí se forjaron los mejores momentos de la infancia, a excepción de uno que ya se enterró en el pasado.

Esta Semana Santa y después de casi 20 años, no estoy segura de cuánto tiempo ha pasado, volvimos con mi familia y pasamos por la casita. Ahora se ve diferente, la verdad no recuerdo cómo era su fachada, pero si esa sensación de estar en un lugar feliz, un hogar en el que siempre fuimos protegidas y amadas.

Lo único que sé, fue que cuando pasé frente a esa puerta y esa ventana vinieron a mi esos recuerdos bonitos de los días en que nada nos preocupaba y en los que todo era felicidad e ilusiones. Lloré un poquito, también lo hago ahora escribiendo este texto. Pero de una cosa estoy segura, y es que ese día en el que pasé de nuevo frente a la casita, sentí por un momento volver a mi infancia, pero no con remordimiento, sino con satisfacción, porque esa casita, aunque ya no sea la de los abuelos, siempre ocupará un lugar muy especial en mi corazón.


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